sábado, 9 de febrero de 2013

Legado Vagabundo 2: El Callejero

Despiertas con el sol de mediodía dándote justo en la cara, no te diste cuenta en qué momento habías quedado dormido; el mar está tranquilo y la dura piedra sobre la que dormiste aun conserva parte de la humedad que la lluvia de anoche. No hay rastro de tu maletín, no sabes si quedó en el bar mientras bebías, lo robó alguien que se acercó a ver si estabas aún con vida o se lo llevó el fuerte oleaje que anoche rompía con fuerza en el sitio en que ahora permaneces sentado.

Es momento de volver al hogar, prolongaste esa espera por mucho tiempo, ya es suficiente. Caminas con rumbo al que alguna vez fue tu hogar, antes de que mamá y papá emigraran, antes que Pedro y Joaquín salieran en busca de nuevas oportunidades. Aquella casa debería estar derrumbándose por el paso del tiempo, estás casi seguro de ello.

La aspereza de las calles te trae a la mente recuerdos de Camilo, aquel viejo amigo que abandonó ciudad poniente antes que todos.



Otro amanecer, cada día que pasa las calles me parecen menos duras, creo que me estoy acostumbrando a vivir así, tal vez no nací con la dicha del calor de un hogar ni una familia que me quiera y me proteja, pero aun creo que puedo ser feliz, de alguna manera u otra, sé que llegará el día en que no halla más sufrimientos; mi rutina no ha cambiado mucho en todo este tiempo, despertar, levantarme del frío piso, estirarme, darme una sacudida para espabilarme, un ligero estiramiento, ir a la fuente a beber algo de agua, y después pasear por el mercado en busca de algo que se pueda comer, una vez conseguido ello salir a dar una vuelta con mis amigos y terminar muy entrada la noche, con algún cántico de soledad y tristeza, sólo.

Mis amigos dicen que es muy corta mi edad como para ser un vagabundo, la mayoría de ellos aseguran haber formado parte de una familia antes de acabar en las calles, algunos cuentan haber huido de sus casas y muchos otros, los más ancianos, dicen haber sido echados como viles objetos sin valor alguno. Todos, sin excepción, cuentan lo maravilloso que es haber tenido un hogar cálido, una familia que te quiere, comida las tres veces al día, personas con quienes compartir todo; cuentan esto con tanto anhelo, y con tanta frecuencia que a veces siento la impetuosa necesidad de callarlos, de decirles que esos tiempos jamás volverán y que acepten la vida que les correspondió, aunque en el fondo quisiera vivir eso que dicen, saborear aunque sea por un momento las delicias del cariño, del amor.

Duermo mirando la luna casi a diario, esta última noche lo hice llorando, pensando en que tal vez podría tener una familia y ser querido como alguna vez los fueron otros. Con toda mi pena me levanto cada día para lo mismo, al estirarme me doy cuenta que tengo lastimada una pierna, recuerdo que ayer un hombre, en un arranque de ira, me lanzó una gran piedra cuando robé un pedazo de bistec de su local, la gente suele ser cruel con nosotros los callejeros, no nos comprenden; el dolor es muy fuerte, pero el instinto por sobrevivir lo es más. Voy cojeando hacia la fuente, a beber un poco de agua, al mirarme en el espejo de agua recuerdo un sueño que tuve: me encontraba sano, limpio, en un hogar acogedor, con una buena familia que me quería mucho, podía jugar, no me costaba ser feliz, sin embargo era sólo un sueño, un sueño que jamás se volverá realidad, pues yo había nacido en las calles, y ahí, en esas calles, seguramente iba a encontrar mi final.

Mientras me encaminaba a ver a mis amigos vi como un viejo pordiosero pedía limosna, lo miré con cierta curiosidad, al parecer el dar lástima era un buen negocio, así que intenté hacer lo mío en otra esquina, me senté y miré a la gente que pasaba delante de mi; al parecer funciona eso de implorar misericordia porque algunas personas se acercan a mi, ven mi cara sucia y mis ojos llenos de ilusión, y me ofrecen algo que comer; para mi corta edad es muy difícil conseguir alimento por mi mismo, así que acepto todo lo que me dan de muy buena gana; una niña, que pasó junto a un pequeño muchacho de su edad, se detuvo y me ofreció un trozo de pan, fue la primera vez que me sentí querido, el mirar aquellos ojos llenos de ilusión al igual que los míos me hizo crear mil fantasías, miles de sueños en los que me encontraba jugando feliz, y quise seguir a esa niña hasta el final, pero su compañerito me rechazó y ella optó por ignorarme; así de difícil resulta entregarle el corazón a alguien en esta ciudad, debo aceptarlo, me ilusiono fácilmente, y la gente de aquí suele ser bastante cruel conmigo; mi corazón no es muy distinto al de muchos hombres, que a la primera muestra de cariño se entregan sin condición, sin importar ser lastimados, aunque sufran al instante siguiente…

Al encaminarme hacia el mercado, uno de mis amigos me detiene, dice que algo malo le pasó al Tigre, ambos corremos hacia donde estaba, mi andar era lo más apresurado que podía, dado la situación en que me encontraba; llegamos hasta el callejón casi abandonado en el que nos reuníamos siempre, pues ahí la gente llega a tirar sus desechos y a veces logramos encontrar algo importante entre tanta basura; ahí se encontraba tirado, callado, frágil, sollozando, había sangre en su boca y su mirada perdía el brillo habitual, al verme trato de levantarse, pero su debilidad se lo impidió, sé que me quiso decir algo, pero un último coagulo de sangre terminó por ahogarlo, callándolo para siempre.

Yo no sé qué maldición estamos pagando, no tengo idea qué diablos hicimos en otra vida para pagarlo con una existencia así; sin embargo, aquí estamos. Volveré otra vez a aquel rincón a dormir, triste, abandonado, sólo, sin saber cómo terminé aquí, ni que será de mí más adelante; pese a ello, aun albergo la esperanza de algún día encontrar alguien que me quiera, que me proteja, porque en realidad es dura la vida en las calles, y más para un vagabundo como yo;  anhelo no ser más ese que roba comidas, esa criatura indeseable que a la gente le es indiferente o incómoda a su vista, al grado de lanzarnos piedras, porque ya somos muchos los que abarrotamos las calles, los que hacen ruido en las noches con sus cantos de soledad, los vagabundos, los perros callejeros…


Podrás llamarme perro callejero
por entregarme a cambio de un cariño,
sé que mi amor no es el mejor, peor es sincero
porque es amor de niño…
 
 
 
Cuando Camilo apareció no lo querías, pero "Ella" logró convencerte de frecuentarlo, de llevarle comida y jugar con él... pronto te encariñaste con ese animal que hasta sus últimos días les fue fiel a ambos. Tuvo una de las mejores vidas que un perro puede tener, siempre feliz de verlos, siempre al pendiente de sus juegos, un perro que vivió en la frialdad de las calles con el amor que ambos le brindaron: un amor libre que nunca le ató, pero al que nunca renunció...

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